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Había una vez una niñita vestida con ropa de señora que todos los días al salir de casa tenía que atravesar un bosque muy oscuro con grandes árboles altos y frondosos que hacían sombras tenebrosas en sus caminos y enormes dragones que aleteaban y sacaban constantemente fuego por su boca. ¡Ella los conocía muy bien! y a toda costa evitaba caminar cerca de ellos porque sufría la consecuencia; a veces, ni siquiera estaba cerca de ellos cuando ya los había escuchado y su cuerpo se paralizaba instantáneamente.
Un buen día esa niñita decidió pedir ayuda a un lazarillo y aunque con miedo fue poco a poco y caminando de la mano lo guiaba por por los senderos más oscuros y se daba cuenta que cada vez era más ligero su caminar y que poco a poco ella y su fiel acompañante podían tomar en el camino herramientas que la hacían crecer. Ya no era una niña y tampoco los dragones eran tan temibles, feroces, ni malévolos, tampoco la sometían tanto y además esa, ahora señorita, ya sabía exactamente qué hacía que los dragones se levantaran para estremecer su camino, más ya no la dejaban inmóvil.
Logró cruzar su bosque acompañada de su leal lazarillo muchas veces más porque ahora la grande era ella y poco a poco fue necesitándolo menos porque esa bella mujer ya se había hecho amiga de los dragones y ya solamente le sonreían cuando pasaba junto a ellos recordándole sus miedos y dolores.